Le Canté a Mi Hijo
(Así termina el camino de los últimos 4 textos: doce minutos, una canción perdida, y un padre que se encontró consigo mismo en la mirada de su hijo).
Era domingo a las 4 a.m. y estábamos con nuestro bebé en la sala de urgencias.
Su ojo izquierdo necesitaba urgentemente antibióticos intravenosos y una tomografía para descartar escenarios catastróficos.
El sufrimiento de la canalización y los estudios lo dejó agotado. Finalmente, se durmió y descansó sobre mi pecho.
Lo protegí como Mufasa a Simba. Lo abracé diciéndole te amo por debajo de la piel.
Dieron las 7:30 a.m. y no podía dormir. Lo observé con su brazo inmovilizado y reconocí a un bebé con mentalidad de guerrero que me enseñó que el que agradece no se equivoca.
Me acomodé junto a él, hice unas series de respiraciones, nos conectamos y soñé con él.
Lo vi gateando hacia mí con la sonrisa inocente de un bebé que descubre el mundo. Abrió sus manos y me entregó una melodía, un ritmo, una letra, y me canta la canción con la humildad de un niño que quiere aprender del Universo.
En esa canción me entregó una creación de su corazón.
Al despertar, supe que era mi responsabilidad reconstruir la canción con él, desde el mismo lugar en donde fue creada: un corazón en libertad.
El Universo funciona de formas misteriosas. Cuando parece que la vida te está quitando, tu corazón siempre tiene algo para dar porque se sostiene en la poderosa fuerza del amor.
En cinco días iniciaría la tercera entrega de el camino de la Mente al Corazón.
Un camino al llamado interno en el que me encuentro con la totalidad de mi ser.
Donde soltamos la coraza y asumimos el máximo compromiso con uno mismo.
Un viaje donde el halcón me ha enseñado que en tus alas llevas tus sueños.
Sabía que el retiro estaba en manos del Gran Mecanismo, y al mismo tiempo, adentro de mí, la canción se hacía más fuerte con cada latido.
Regresamos a casa el lunes con su ojo sanando y nuestro corazón descansando. Presentándome a la práctica al jugar, abrazarlo, cuidarlo o dormirlo, la canción se fue completando y evolucionando. Las palabras precisas llegaron. El significado se fortaleció. La creatividad del corazón se manifestó.
Comprendí que el canto era de Mateo para mis hermanos. Una ofrenda para reconocer su compromiso en el camino de la mente al corazón.
Siguió mejorando hasta la madrugada del miércoles. Vomitó cinco veces en cuatro horas. Poco después, ya estábamos en la misma sala de urgencias, y ahí inició la contradicción interna más compleja de mi vida.
En mi mente comenzó un torbellino de perspectivas encontradas.
“¿Sigue en pie o se cancela? ¿Voy o no voy? ¿Qué va a pensar Karla?”
La intención del encuentro nació como parte de mi práctica en el conocimiento de mí mismo.
“No puedo cancelar a un grupo de hombres comprometidos a romper el cascarón y nacer en sí mismos”, pensé.
Regresamos a casa por la mañana y buscaba permisos y respuestas en todos lados. Cualquier señal que me validara como un gran padre ante mi ausencia por asistir al retiro.
Por la noche recibimos al Gran Búho, platicamos abierta y transparentemente, y recordé que el acto de coraje no es el acto en sí: el acto está en tomar la decisión.
Me decidí, pero no la asumí con todo mi ser. Y por eso, la contradicción interna me desgarraba por dentro.
Al dormir, me acosté junto a mi hijo y volví a soñar con él.
Le pregunté: “¿Qué hago?”
Y me respondió con una pregunta de Don Juan Matus: “¿Tiene corazón este camino?”
Y le respondí: “El halcón me ha enseñado que el enfoque está en el corazón”.
Al día siguiente inició la tercera entrega del camino de la mente al corazón. Un camino para inspirar a nuestros hermanos a trascender su guerra interna a través de vivir y escribir su propio Momento de Tranquilidad.
El primer día, el maestro temazcalero, Huitzi, nos regaló la palabra “Xonaxi: invéntate a ti mismo” para abrirnos el camino despertando a nuestros demonios, los verdaderos aliados.
El segundo día me invadió la prisa interna y no pude cantar, porque aprendí que no puedes correr al encuentro contigo mismo.
Finalmente llegó el sábado, última oportunidad para cantar a mis hermanos lo que me enseñó mi hijo.
Un canto para agradecer al camino, al llamado, a la naturaleza, las plantas, los animales, al corazón, a los niños y a la verdad.
Lo practiqué cada que pude: cantándole a él a solas, bañándome, corriendo, en el coche, en mi mente y en mi cuarto esos días de retiro.
Tuve presente a un gran y viejo hermano del espíritu con el que comprendí que, a veces, en la vida nos toca cantar, y más vale estar a la altura o la oportunidad se va para siempre.
Recordé que Huitzi nos dijo: “ya no hay tiempo para pasarla mal”, y entré a la noche decidido a gozar y entregarme a la verdad que surge cuando iluminamos la oscuridad interna.
Sentía el entusiasmo por cantarle a mis hermanos recorrerme en cada célula. Es una expansión incomunicable cuando podemos dar nuestro regalo porque somos nosotros mismos tocando nuestra nota. La nota que falta para completar la sinfonía del Universo.
Hasta que, adentrados en la noche, el Gran Maestro Guacamayo, Don Pepe, me dice: “vas, Miguelón”.
En ese momento la melodía, el ritmo y la letra desaparecen de mi mente.
Cada segundo en silencio intentando recuperar el ritmo lo sentía como una patada en los huevos. Me dejó inmóvil y trabado, hasta que el Ruizseñor me rescató con los acordes de Farol de Alegría.
“El mundo está puesto”, pensé.
De pronto, los comandantes del navío, los marineros de la fuerza y la melodía que más me ha transformado, me abrieron el camino conectando con la fuerza para atreverme a escuchar el canto de mi corazón y pararme a cantar.
Navegábamos en el mar de nuestra evolución, pero la tormenta fue demasiado fuerte para mí. No pude con ella. Fue demasiado. Me caí y me hundí en la profundidad del mar.
Rodeado de una gigantesca frustración y paralizado por la ansiedad. Veo a mis hermanos dejarme atrás y lo entiendo: antes de fallarles a ellos, me estoy fallando a mí mismo.
Por mi mente llegan cientos de pensamientos psicológicamente destructivos a velocidades improcesables. El de mayor fuerza me decía:
“¿Todo lo que atravesó tu bebé de un año en el hospital para entregarte esa canción, y así le agradeces?”
La autoexigencia me hizo perder la respiración poco a poco.
La contradicción interna se manifestó de nuevo, llenándome de dudas y vaciando la poca confianza que quedaba.
Sentía la decepción interna recorrerme por dentro de la sangre.
Decidí rendirme y pedir ayuda. Invoqué a todos mis maestros, hermanos de camino y animales hermanos para encontrar la melodía y el silbido que me daría el ritmo.
El Guacamayo, el Turpial y el Ruizeñor cantaron una canción tras otra, dándome espacio para respirar, pero la melodía seguía perdida.
Todos se entregaron a la búsqueda en la profundidad del océano, pero no importa cuántos fueran ni la intensidad de su búsqueda, porque afuera nunca vas a encontrar lo que solo se encuentra adentro.
En ese momento entendí lo obvio:
“Si estoy en el camino de la mente al corazón, solo hay un lugar donde buscar: el corazón salvaje”, pensé.
El mar se transformó en un espacio de inmensidad blanca. Mientras buscábamos, fueron desapareciendo poco a poco.
La separación y el fracaso fueron una muerte simbólica.
No soporté experimentar la derrota interna.
Inmediatamente cuestioné los últimos años de mi vida. Puse en duda cada decisión que me trajo a este momento con estos hermanos.
Caminaba por ese espacio en blanco, entrando en una depresión anticipada. Desesperado, solo me quedó llorar y pensar en cómo reconfiguraría mi vida después de este engaño.
Y sin esperarlo, vi que al final había alguien esperándome.
En ese momento llegó Don Pepe a cantarme y dedicó un canto a la familia.
Pensé en Karla y en Mateo. “¿Cómo le voy a explicar esto? Ni siquiera podré verla a los ojos”, pensé.
Agotado y derrotado en mi guerra interna, pero sostenido en la fuerza de la familia, me acerqué para encontrarme con quien me esperaba en la profundidad de mi corazón.
Me encontré con mi gran maestro: Mateo.
Extendió sus brazos y con una mirada profunda me dijo:
“¿Papá, me cantas?”…
…
Lloré lo que no había llorado en años.
Y entendí la raíz psicológica profunda de la muerte simbólica que estaba atravesando. Al fallarme a mí mismo, le fallé a la persona que más amo.
Recordé todo lo que pasamos en el hospital. Cada lágrima. Cada aguja. Cada grito. Cada vómito. Y cada sueño en el que construimos la canción.
Recordé su mirada de asombro, su risa y sus ojos diciéndome “te amo” cuando se la canté por primera vez.
Aun así, el ritmo seguía perdido y Mateo insistía: “¿Papá, cántame… Papaaaaá, papá, papá, ¿me la cantas?”, me decía.
Y cada que lo decía, sentía un desgarre en el corazón por fallarle a mi hijo.
Era la desgracia viviente.
La autoexigencia se multiplicó confrontándome: “si no cantas, le fallarás a tu hijo y perderás el vínculo y su admiración por ti. Termina con este camino porque no vas a olvidar este momento.”
Me rendí ante mí mismo, solté toda expectativa y me entregué totalmente.
Llevé mi mano derecha por debajo de la playera hasta mi corazón.
Hablé con Mateo queriendo distraerlo, llorando me disculpé y le dije:
“Lo que sí aprendí en este camino es que en tus alas llevas tus sueños, y yo te ayudaré a volar”.
Y me respondió: “Yo voy a volar contigo, papá”.
Le respondí: “Ayúdame, Mateo, ¿cómo encuentro el ritmo?”
Amorosamente me respondió: “El ritmo lo encuentras cantando…”
…
En un gran acto de coraje para mí, volteé con Don Pepe y le dije: “Hermano, me toca cantar”.
Me paré. Respiré. Me enraicé en el servicio y la intención de ese momento. Me abrí al Gran Misterio. Confié en el Gran Mecanismo. Levanté la mirada al cielo y finalmente el ritmo llegó.
Cerré mis ojos, cargué a mi hijo y le canté a mis hermanos en el camino de la Mente al Corazón.
Atreviéndome a escuchar el canto de un corazón salvaje.
Sintiendo que cuando me entrego a mi llamado me encuentro con la totalidad de mi ser.
Y comprendiendo que la guerra interna solo se trasciende cuando soy yo mismo, tocando mi nota y dando mi regalo al mundo sin esperar nada a cambio.
Al terminar agradecí la inspiración de este hermoso camino de la Mente al Corazón.
Sentí la liberación del alma como una abundante paz interna que recorrió todo mi cuerpo y comprendí que, todo lo que atravesé, me llevó a vivir un Momento de Tranquilidad.
Y que el Momento de Tranquilidad no se vive en la tranquilidad, sino en el acto deliberado de atreverse a elegirse e ir hacia uno mismo.
Cada vez más profundo, porque siempre habrá algo nuevo que aprender de uno mismo.
Y comprendí que cuando no encuentres la respuesta, búscala en tu corazón.
Porque la creatividad de nuestro corazón es infinita. Negar esa conexión es perdernos del puente a la versión más auténtica de nuestro ser.
Poco después salí a tomar aire, contemplar la luna y las estrellas, y me acerqué a un árbol que llamó mi atención. A punto de abrazarlo, vi que estaba lleno de espinas, y escuché a mi hermana, Paty Kuri, decirme: “al miedo ponle espinas y haz lo que te toca hacer”.
Regresé y me acosté para contemplar las perlas de sabiduría de lo que es aparentemente muy simple, pero sumamente profundo: el ritmo lo encuentras cantando…
Empezarás a caminar cuando te atrevas a perder el equilibrio.
Me entregué al momento y vivimos una celebración de la vida.
Y si llegaste hasta acá, cierro diciéndote lo que en ese momento sentí:
“Cántale a tus hijos y descansará tu alma.”
“…Gracias, gracias Mateito por tu medicina en mí.
Gracias, gracias Mateito por tu gran maestría en mí.”
Something to think about…
“Sentir es vida y cuando sientes la vida no la quieres dejar ir.”
Este espacio promueve en mí momentos de reflexión, los típicos procesos cognitivos que concluyen en un aprendizaje. Pero este texto tuvo otro efectivo reflexivo, en su significado geométrico, donde me reflejé en tu experiencia, hablándome de la misma forma, en conflicto interno. Me inspira la forma en la que te conectas con los demás para volver a tí. Gracias totales Miguel.
Muchas gracias Miguel, se requiere mucho valor para entrar a esas profundidades del alma